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Reflexiones sobre las órdenes de no revivir (reanimar, resucitar) y suspender todo tratamiento (página 2)



Partes: 1, 2

Recuerdo la anécdota de una
paciente feliz en su matrimonio. Dos niñas hermosas completaban la felicidad
del hogar. Ella hizo jurar a su esposo que si llegaba a tener una enfermedad
grave, lucharía hasta el final para no dejarla morir. Hizo una enfermedad
neurológica grave y progresiva, sin ningún tratamiento efectivo. Se fue paralizando
todo el cuerpo, con múltiples hospitalizaciones que aumentaron sin cesar los
sufrimientos. Los músculos respiratorios se paralizaron lo que obligó a
colocarla en un respirador del que dependía su vida. Ante el fracaso
terapéutico, ella solicitó que se la dejara morir tranquilamente en su casa. El
esposo se negó a esto e insistió en la promesa anterior. Los médicos de la
institución se negaron también a la petición. La institución hospitalaria donde
estaba tampoco concedió el permiso por temor a las demandas. Por último, el
esposo al ver los sufrimientos de su ser querido accedió a la solicitud. Se
buscó la asesoría de la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente. Se cumplieron
los requisitos legales. Se pidió el alta voluntaria del hospital, y la señora
regresó a su casa. Se le aplicó un sedante endovenoso y al final se desconectó
del respirador y la muerte vino en pocos minutos. Se la rodeó previamente del
soporte espiritual y del afecto familiar. Este caso enseña varias facetas:
muchas veces nos enfrentamos a enfermedades graves y progresivas, para las
cuales no hay un tratamiento efectivo. La enfermedad neurológica de esta
enferma no daba esperanzas de curación. No por eso la paciente se debería
abandonar a su suerte.

Por tanto, considero que la
orden de suspender todo tratamiento, no debe ser una orden absoluta para
enfermedades incurables. La conducta curativa debe ceder terreno al manejo
paliativo. Aquí se necesita mucho más la ayuda de un equipo multidisciplinario,
donde el médico de cabecera sea el orientador de todas las acciones. Siempre
habrá el tratamiento paliativo. El efecto médico-placebo es de un gran valor, y
hay que valerse de él para ayudar al paciente.

Siempre existirá la ayuda
para evitar o mitigar los sufrimientos del enfermo y sus familiares. Desahuciar
a un paciente, no implica abandonarlo. Como es obvio, debe ser todo lo
contrario. Aquí se necesita más la presencia del médico. Aquí quizá uno se deba
preocupar menos por los gases arteriales, los electrólitos y dedicarse más a pulsar
el alma, a escucharla, a consolarla. Otra faceta de todos los casos, consiste
en que los problemas de salud son dinámicos, lo mismo que sus soluciones. No es
posible aferrarse a una sola conducta invariable y rígida. Todo depende de cómo
se presenten las situaciones. No debe haber temor a cambiar las conductas.

Recuerdo a un paciente
hipertenso de 91 años, con historia de infartos antiguos que hizo un cuadro de
colecistitis aguda. Se evaluó con el cirujano y se decidió una colecistectomía
laparoscópica. Se convenció a los familiares que esta era la mejor conducta,
porque si no se hacía estaba en peligro la vida. Se operaría al día siguiente.
En las horas de la mañana llegaron unos resultados de laboratorio que mostraban
una insuficiencia renal y una isquemia severa, razón por la cual suspendí el
tratamiento quirúrgico, por el alto riesgo que implicaba. Mi conducta había
variado de la noche a la mañana porque tenía nuevos elementos de juicio. A los
familiares y al paciente se les comunicó en todo momento lo que pasaba y
aceptaron mi consejo de experto. Hubo dinamismo y cambios en las decisiones. Y
el paciente aún vive con tratamiento médico conservador.

En el primer caso referido,
la paciente había hecho prometer a su esposo la lucha para no dejarla morir en
caso de una enfermedad grave. Nunca pensó en la situación por la que iba a
pasar. Esto obliga a tener en cuenta que los deseos del paciente también pueden
cambiar de acuerdo con las circunstancias. Tanto en los pacientes como en los
médicos mismos puede haber reversibilidad en las decisiones. Como se dice
popularmente los únicos que «no retroceden son los ríos,» aunque sé de ríos que
también retroceden. Por eso, en las decisiones, hay que consultar el
consentimiento del paciente, en una comunicación continua.

El proceso de la salud, la
enfermedad y de la misma muerte son dinámicos. Ante todo plan diagnóstico o
terapéutico hay que pesar siempre el riesgo vs. el beneficio. Y ante esta
situación hay que hacer, no hacer o dejar de hacer. Desde el punto de vista
ético nadie puede obligar al médico a ordenar un tratamiento que no ofrezca
ningún beneficio; p.e., sostener una vida artificial con medidas de soporte a
un paciente con muerte cerebral, o continuar una quimioterapia que no produce
ningún resultado y que altera en una forma considerable la calidad de vida.

Cada caso se debe
individualizar. Como no todos los pacientes son iguales, se dice que no hay
enfermedades sino enfermos. Habrá situaciones en las que los familiares y el
paciente tendrán plena confianza en lo que usted decida. Y esta confianza se
establece por años de tratamiento y comunicación. Aunque cometa errores humanos
en el manejo, le sabrán perdonar. Aquí hay una atmósfera de confianza y buena
voluntad, donde todos velan por el beneficio del paciente. Habrá otras
situaciones en las que hay desconfianza e incertidumbre hacia lo que usted
hace. Sobre todo esto ocurre si el paciente es nuevo, o es institucional
(medicina prepagada, ISS, etc.). Los familiares no han tenido relaciones con
usted. Apenas lo medio conocen. Esa atmósfera de desconfianza se debe romper
con una comunicación continua, honesta, objetiva y en la que se demuestre que
se hace lo mejor por el paciente.

Es necesario entender los
sentimientos de ambivalencia de los familiares, cuando se enfrentan a una
enfermedad incurable y se piensa en suspender el tratamiento. Están fatigados
de la lucha infructuosa y en su interior desean que se termine todo. El sida
muestra a diario esta lucha de conflictos. Esos pensamientos de terminar, crean
sentimientos de culpa que se pueden volver contra el médico tratante. En muchos
de los casos hay que ser los reponsables de tomar las decisiones, comunicarlas
a los familiares y quitarles esa pesada carga de conciencia. No ponerlos contra
la espada y la pared.

Cuando se comunica
suspender un tratamiento, se debe aclarar que se continuarán medidas paliativas
que eviten sufrimiento: analgésicos, opiáceos, oxígeno, sedantes, etc.
Garantizar la asistencia como médico de cabecera o la de un equipo multidisciplinario
que velará porque haya el menor sufrimiento posible. Tener valor para
determinar que al paciente se le debe sacar de la unidad de cuidados intensivos
o aun del hospital, para que muera en su casa rodeado de sus seres queridos, y
no de respiradores o tubos. Sin embargo, aquí el deseo del paciente prima lo
mismo que las circunstancias especiales que rodeen el caso. Habrá muchos que
querrán ir a morir a sus hogares. Habrá otros que tendrán temor de ir a sus
hogares por no tener los recursos que les permiten mitigar sus penas.

En mi experiencia he visto
situaciones especiales en ambos sentidos. El que pide que se lo hospitalice
para morir en el hospital, o el que pide que se le dé de alta para morir en su
casa. Si yo fuera paciente terminal preferiría morir en mi casa, rodeado de mis
seres queridos y no estar en una unidad de cuidados intensivos, con aparatos y
colegas que luchan inútilmente por alejar la muerte. Por eso, en todo caso, hay
que consultar los sentimientos del paciente. Tener en cuenta su competencia
para tomar decisiones a favor o en contra de aceptar o rechazar una conducta
terapéutica. No manipular en ningún momento la información para conseguir
consentimientos con un sentido paternalista, y pensar en que siempre puedo
obtener lo que quiero, según como se presenten los hechos.

Se deben respetar los
deseos de un enfermo competente, que puede tener la autonomía para aceptar o
rechazar tratamientos. Pero estos deseos también tienen límites cuando atentan
contra la conciencia moral médica. P.e., cuando un paciente pide que se le
aplique la eutanasia directa. Esto ya choca contra la conciencia, y existe todo
el derecho de rechazar esa petición. Si el individuo no es competente (vg.
estado de coma) la decisión se tomará con los familiares más allegados: esposa,
hijos, para buscar el bien del enfermo, pero con el cuidado de evitar en estas
decisiones conflictos de intereses. Los familiares más allegados podrán dar
informes de los sentimientos del enfermo cuando era competente, que permitan
tomar las decisiones más apropiadas. Si hay una situación de urgencia y el
sujeto no es competente, se supone que el deseo de todos es vivir, y si hay un
tratamiento que tiene indicación médica, se debe instituir sin dudas. La
comunicación continua con los familiares, para lograr su compromiso en la toma
de decisiones, evitará problemas futuros de demandas.

En casi todos los casos la
decisión no debe ser unilateral por parte del médico sino con el consentimiento
pleno del paciente y los familiares más allegados, esposa, hijos. Y ese
consentimiento se debe obtener con la verdad, con la información prudente y
oportuna, sin presiones indebidas.

La relación de costos para
hacer, no hacer o suspender un tratamiento, es un factor real que se debe
considerar en las decisiones que se tomen. Cuando un paciente llega a una
institución hospitalaria, en un estado de extrema gravedad, donde está en
peligro su vida, la institución y el personal médico tratante deben hacer lo
posible por salvar la vida de este individuo con los recursos que cuente, no
importan los costos. Una vez estabilizado se debe entrar a considerar los
recursos del sujeto, para ver si sigue en la institución o se remite a otra del
Estado. Es decir, que las situaciones de urgencia se deben manejar en forma
distinta a las situaciones electivas. El médico en su trabajo diario debe tomar
conciencia que toda institución de salud tiene sus recursos limitados, no
importa que sea privada u oficial. Con mayor razón estas últimas. Y que también
los enfermos tienen sus recursos económicos limitados. Y al decidir las
alternativas terapéuticas hay obligación de conocer sus costos y cómo se van a
cubrir. ¿Puede el paciente costear esos servicios? O si tiene medicina
prepagada, ¿qué tanto lo cubre?

Hay tramientos ideales
costosísimos, y hay otros no excelentes pero que sí pueden prestar beneficio al
paciente y que pueden ser alternativas terapéuticas lógicas ante dificultades
económicas. En mi terreno de la cardiología, un enfermo con infarto agudo de
miocardio puede ir desde una angioplastia o derivación coronaria, una
trombolisis o una aspirina. Aquí es necesario ser abogados del paciente, y
ayudarle de acuerdo con sus recursos a escoger el tratamiento más efectivo.

Que no haya temor al
considerar el aspecto económico con el paciente y los familiares. Todo
tratamiento tiene un precio y alguien lo tiene que pagar: el paciente, la
institución, la medicina prepagada, el Estado, etc. Y en instituciones de alta
tecnología, los costos son elevadísimos por sus equipos que requieren insumos
de alto valor. Aquí las políticas administrativas de las instituciones, deben
establecer normas y pautas muy claras para que el médico sepa hasta dónde puede
llegar.

Cuando hay problemas
económicos el médico debe buscar una alternativa terapéutica que muestre la
mayor relación costo, beneficio y efectividad. No crear falsas expectativas en
familiares y paciente con conductas que aunque parezcan sensatas son irreales.
P.e., recomendar a un paciente de salas generales un transplante cardíaco, en
un paciente con una ICC intratable. La indicación es perfecta. La situación es
irreal. Eso es música celestial como dice un colega. Quién y cómo va a sostener
ese transplante. Cuántas falsas expectativas se crean en muchos de los
pacientes, al hablar, p. e., de esos transplantes cardíacos o renales. Los
familiares del paciente de sala general van a vender la casa para poderle
ofrecer ese tratamiento utópico a su ser querido. Son conductas teóricas con
alguna base científica, pero no son reales ni humanas.

También se está enfrentados
a situaciones en que se debe suspender un tratamiento, porque no hay quien
pueda costearlo: ni el paciente ni la institución. Drogas costosas,
quimioterapia, antibióticos de tercera generación, trombolíticos etc., son
medicamentos que alguien tiene que pagar. Son efectivos, son benéficos y no hay
duda en su indicación. Pero la logística es otra. Mi conciencia y mi expertismo
médico me dicen que debo hacerlo, pero aquí esta obligación la deben compartir
el paciente, los familiares, las instituciones. Y si todas las vías se cierran,
no se debe abandonar al paciente a su suerte, sino brindarle el consuelo de un
tratamiento conservador y paliativo.

Hay la obligación de
conocer el costo de procedimientos, drogas, tratamientos, hospitalizaciones en
pisos o en unidad de cuidado intensivo. En la medicina prepagada la parte
administrativa debe informar qué cobertura tienen esos servicios. Es necesario
saber los valores predictivos de los métodos diagnósticos y buscar beneficio y
efectividad para el paciente. No pedir exámenes innecesario ni hacer
tratamientos inútiles.

El otro factor que va tener
fuerza en las decisiones es la calidad de vida. Este es un factor muy
subjetivo, donde deben primar los sentimientos del paciente. Se necesita su
competencia, para que pueda calificar la calidad de la vida, ya que este factor
puede estar sometido a sentimientos individuales, factores sociales y
religiosos. Sin embargo, la evolución diaria del enfermo al palpar sus
sufrimientos, indica la calidad de vida que produce la enfermedad.

Un cardiópata en falla
cardíaca intratable muy sintomático, el individuo con sida que pese a múltiples
tratamientos ya no responde y no se puede valer por sí mismo, un ser querido
cuya mente se altera y está reducido a una cama por años sin ninguna esperanza,
son algunos ejemplos que obligan a ser modestos y realistas para hacer cosas
que no se deben hacer. Hay temor a tomar decisiones, hay temor de la muerte.
Primero hay que tomar conciencia de este temor, y luchar contra él, y no quedarse
en el terreno de seguir con tratamientos que lo único que hacen es prolongar
agonías y sufrimientos. En muchas ocasiones tocará dar el primer paso.

Recuerdo el sufrimiento de
mi madre reducida a una cama por muchos años, sin ninguna esperanza de vida.
Reuní a mis familiares para proponer no hacer medidas extremas ante
complicaciones como broncopneumonías, paros cardíacos, infartos de miocardio,
tromboembolismos pulmonares. Todos lo aceptaron y hubo facilidad en las
conductas. Finalmente hizo una broncopneumonía terminal que se atendió con
calmantes, sin antibióticos. Fue una enfermedad larga y purificante. Había
sobrevivido a dos broncopneumonías más sin tratamiento específico. Sus
facultades mentales habían volado hacia el infinito, su amor se había unido a
Dios, en vida terrenal. En ningún momento he tenido recriminación de mis
familiares o de mi conciencia. Y si esto lo hice con amor hacia mi ser más
querido, ¿por qué no lo debo hacer con mis pacientes en situaciones semejantes?

El mensaje principal de
estas reflexiones ante las órdenes de no revivir, o suspender tratamientos, se
debe hacer siempre en bien del paciente y no del celo profesional, siendo
honestos y objetivos en la toma de decisiones, sin temor a la muerte que puede
ser la solución a agonías y sufrimientos de enfermedades sin esperanza de vida,
mediante una comunicación sencilla, continua, clara y ponderada, llena de
prudencia, con paciente y familiares.

REFERENCIAS

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Javier Gutiérrez
Jaramillo, M.D.
Profesor Titular,
Departamento de Medicina Interna, Facultad de Salud, Universidad del Valle.
Internista-Cardiólogo de la Fundación Valle del Lili, Cali, Colombia.

Partes: 1, 2
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